Los antecedentes culturales del “metrosexualismo”: George Brummell y la invención del “dandismo”
- Oscar Andrés De Masi
- 1 dic 2024
- 8 Min. de lectura
Empecemos por la palabra: la Real Academia de la Lengua define al “dandismo” como la cualidad de “dandi”, es decir, la característica del sujeto varón que se distingue por una extremada elegancia y buenos modales. Obviamente es un anglicismo, que en inglés se escribe “dandy”.

La definición académica se queda, quizá, un poco corta. Porque al hablar de dandi o de dandismo, evocamos algo más que el atildamiento en el vestir o el cultivo de los modales de salón. Pensamos más bien en cierta personalidad transgresora y hasta discretamente burlona, que pretende centrar la atención en si mismo y que, simulando el desdén por la opinión ajena, no podría ser quien es… sin esa opinión ajena. Vamos a indagar, pues, en la fuente del dandismo, para lo cual debemos retroceder dos siglos en la historia y trasladar nuestra imaginación a la Gran Bretaña de la “Regencia”, a finales del siglo XVIII y comienzos del XIX.
Inventado sin duda en Inglaterra, el “dandismo” fue pronto copiado en los países continentales de Europa y en otros, de ultramar, sometidos al influjo cultural europeo. En los estratos aspiracionales de aquellas sociedades proliferaron los candidatos a hacerse dandies o, al menos, a parecerse exteriormente a ellos.
La cuestión parece haberse definido en el sentido más insular, vale decir, que el fenómeno siguió siendo típicamente inglés y que su carácter de origen no podría escindirse de la figura de su inventor, George Brummell. O, más completamente, George Bryan “Beau” Brummell, conocido como “el bello Brummell”.
Alguien dijo desde la península ibérica que la sociedad británica de finales del siglo XVIII se hallaba sumida en un spleen tan crónico e insoportable, que necesitó la efervescencia de un revulsivo mundano. Brummell tuvo el genio y la audacia de proveérselo, sin saber que estaba creando un arquetipo proteico, que, dos siglos más tarde, renacería, mutatis mutandi, con otro nombre, acaso más controversial y ambiguo: metrosexualismo.
La genealogía del personaje no parece a simple vista una carta idónea para el éxito que alcanzó: se dijo que era nieto del valet de un noble o un político de Lincolnshire, e hijo de un tal William Brummell, que alcanzó rango de secretario privado del Primer Ministro Lord North; y que su madre era hija del Guardián de la Lotería Nacional. Una paradoja, sin duda, para quien gozó del favor de la suerte por mucho tiempo.
Nació en la londinense Downing Street en 1778, y aunque pudo conformarse con un estatus de clase media, su padre (de quien se rumoreó que podía ser hijo bastardo de Frederick, el Príncipe de Gales) le insufló ánimos de alcanzar posiciones de “gentleman” y logró las mejores recomendaciones para ingresarlo en el colegio favorito de los aristócratas: Eton. Sin duda, la inscripción debió anteponer a su nombre y su apellido aquella abreviatura que, inexorablemente, desnudaba su escasez de blasón: s.nob, es decir, “sine nobilitate”.
Pero, el potencial dandy no quedó acomplejado y, au contraire, concitó los comentarios más ponderativos de sus condiscípulos, desconcertados ante la mezcla, en equilibradas dosis, de corrección e impertinencia, de cinismo y de empatía, de carisma y de desdén, todo a la vez.
Así comenzó a fraguarse su leyenda, en clichés hiperbólicos, tales como aquel que aseguraba que podía caminar bajo la lluvia sin que el barro de las calles salpicase sus pantalones.
Logró un primer éxito que fue la modernización de la corbata escolar reglamentaria blanca, agregándole una hebilla dorada.
Pasó a Oxford (donde se hizo fabricar sus propias corbatas con color oscuro a su gusto) precedido por su fama esfingíaca y despectiva : era capaz de rescindir la amistad de un camarada por haberlo hallado en la desagradable compañía de dos estudiantes poco elegantes.
Aunque en Eton jugó al cricket, desdeñaba la practica deportiva porque la juzgaba incompatible con una pose atildada y lánguida. Tampoco se esforzaba demasiado en materia de estudios, porque sostenía que un gentleman ya de por si sabía lo suficiente; y si no lo era, todo conocimiento le resultaría más bien perjudicial.
Su paso por Oxford duró apenas un año y abandonó los claustros a los 16 años, no siendo en absoluto un mal estudiante (hasta obtuvo un segundo lugar en una competencia de versos en Latín).
En 1794 se enroló en un Regimiento de Dragones (luego Húsares Reales), en un rango inferior. No podía aspirar a mucho allí, porque la herencia que le dejó su padre en 1795, siendo estimable para la época, no alcanzaría para costear las onerosas expensas de un oficial en el regimiento personal del Príncipe de Gales. Sin embargo, se las ingenió para alcanzar en tres años el grado de capitán, para envidia y disgusto de otros oficiales, acaso más idóneos en las artes de Marte.
En 1797, cuando el regimiento fue comisionado a Manchester, abandonó sus filas, a disgusto con esa ciudad que se le antojaba sin demasiada cultura y vacía de estilemas cortesanos.
Poseyó, eso si, en grado superlativo, la cualidad de la flema y el don de pronunciar las frases más insolentes sin la menor turbación o titubeo o escrúpulo. Algo así como aquel Vizconde Valmont, cuyas fechorías verbales (y no verbales) las conocimos en “Dangerous liaçons” y cuya lengua depredadora quedó resumida en la frase de una antigua amante, devenida en matrona: “He never open his mouth without first calculating what damage He can do…”
Pero tal vez Brummell fuera menos nocivo, y su magnetismo se fue haciendo irresistible: cuando el Príncipe de Gales cedió a la tentación de conocerlo quedó, al comienzo, estupefacto. Pero duró poco aquel efecto, porque días después ya estaba seducido, lo sentaba a su mesa, y termina confiriéndole el rango de teniente en su regimiento de Húsares, como vimos antes.
Aquella impavidez calculada lo tornó cada vez más atractivo. A los 18 años, ya capitán, oficia como caballero de honor del mismo Príncipe en su boda con Carolina de Brunswick. Toda la juventud inglesa intenta imitarlo.
Más allá de su carácter, hay en él un sistema, quizá no demasiado ingenioso pero efectivo, que podría definirse como cierto sentido apasionado de la moderación. Por ejemplo, no admite la excentricidad visible en el vestido, porque cree que el hombre elegante debe poder atravesar la City de Londres, en pleno bullicio, sin llamar en absoluto la atención. Pero, en su caso, ¡la llama a gritos, a fuerza de aparentar que la desprecia!
Su atavío de noche es un frac o chaqueta azul, chaleco blanco y pantalones negros ajustados y ceñidos al empeine, pero que dejaban ver los zapatos negros que, según se dijo con evidente exageración, lustraba con champán. La camisa, blanca y de lino. Los cabellos, largos y sueltos. El sombrero de copa, en lugar del vetusto tricornio. De alguna manera inventó el traje masculino del siglo XIX y hasta extendió su influencia hasta la actualidad, especialmente en materia de combinaciones sobrias y armónicas de colores, en lugar de las fanfarrias colorinches. Nunca andaba solo porque lo seguía, como un enjambre zumbón, un cortejo de aduladores.
Una fina cadena de oro era su único adorno. Pero la simpleza extrema de su arreglo escondía el artificio de unas maniobras que le insumían horas ante el espejo, una toilette escénica a la cual solía asistir el Príncipe de Gales, en su doble cariz de protector admirativo…y de celoso rival.
En el curso de aquellas maniobras quedaban esparcidas en el suelo las cintas arrugadas de las corbatas , mayormente tejidas en Lyon, que no habían sido perfectamente anudadas, como bajas inevitables en la batalla por la perfección. Se dice que probaba infinidad de nudos cada día, para dar la impresión de que lo había hecho a toda prisa. En sus aposentos, las cientos, miles de prendas, iban puestas en maniquíes, como las armaduras medievales, abrochadas en moldes a la medida de su dueño, con las mangas rellenas de algodón para evitar la arrugas.
Tan refinado era su aspecto que, inevitablemente, a su lado hasta la nobleza podía parecer vulgar y desaliñada. Naturalmente, este hecho no causaba ninguna gracia al Regente, ya un hombre mayor, con poco cabello y algo entrado en carnes, pero que sin embargo sabia vestirse muy bien, y había abandonado el estilo anticuado, luego de su relación con Brummell. De modo que no tardó en aparecer un mundo social dual: el de Brummel y el del Principe. Pero el primero le llevaba la ventaja de su innata condición para la elegancia y su figura mas delgada.
Se dijo que a tal punto llegó en la impostación de su personaje de snob, que se sintió por encima del snobismo. Porque este ultimo se construye a base de la imitación servil de las maneras ajenas, pero Brummell no copiaba a nadie, sino que era su propio maestro, modelo y mentor. De ahí que deba considerárselo un innovador permanente que, a veces, hasta simulaba seguir modas que el mismo había creado.
Sus insolencias se fueron volviendo tan excéntricas que, poco a poco, cimentaron las bases del humor inglés, que atropella el sentido común sin atropellar la corrección; y que, al combinar lo absurdo con lo cómico, causa gracia aunque evite la risa y mucho más la carcajada.
Pero cuando esas insolencias se volvieron un abuso de confianza para con su protector que era el Príncipe, a quien cada vez le dedicaba sarcasmos mas burlones e hirientes, comenzó su ruina.
La caída
Como enseña la gran tragedia griega, la desmesura humana, a la postre, trae el germen de la propia perdición. Brummell pretendió seguir el tren dispendioso de sus amigos más ricos y comenzó a gastar enormes sumas en mesas de juego, sin tener profesión ni oficio ninguno. Literalmente, no trabajaba en absoluto. Por supuesto que seguía gastando fortunas en su guardarropa (se dice que sentenció que un hombre de ciertos medios no podía gastar menos de 800 libras al año en ropa, que hoy serían mas de 50 mil euros. ). Por supuesto, sus vinculaciones le permitieron vivir del crédito. Pero todo cambió una noche, como cambia el viento en alta mar, o como cambian las cosas con un golpe de fortuna, en este caso adversa.
El “incidente” ocurrió en julio de 1813, en ocasión de un baile de máscaras en el Watier´s Club (o Dandy Club) al cual concurría Brummell con otros tres compañeros habituales. El Príncipe Regente, que ya estaba fastidiado con su antiguo amigo, fingió no reconocerlo, mirándolo fijamente a los ojos sin pronunciar palabra. Ello provocó la inmediata reacción de nuestro personaje, quien se dirigió a Lord Alvanley con esta provocadora pregunta: -“¿Y quien es tu amigo el gordo?”-, en descarada alusión al Príncipe, que luego sería Jorge IVº.
El episodio marcó el final de la relación entre los dos, que ya se venía resintiendo desde 1811, cuando el Príncipe asumió la Regencia y hubo de desprenderse de partidarios políticos de signo Whig. Toda la sociedad de Londres tomó el partido de la realeza, por supuesto, y Brummell fue condenado a la muerte social.
En 1816, abrumado por las deudas (aunque debe aclararse que escrupulosamente y por razones de honor pagaba las deudas de juego) y cada vez más evitado por su propio círculo social, Brummell escapó a Francia para evadir la prisión. Se estimaron sus débitos en 600.000 libras esterlinas que los acreedores reclamaban, incluso, a los gritos y rodeando su casa por la noche.
Pasó diez años en Calais, sin pasaporte. Pero, tras la muerte de Jorge IVº, fue beneficiado con un empleo en el consulado en Caen, y ayudado todavía por unos pocos amigos ingleses como Lord Alvanley y el Duque de Beaufort. Sin embargo, el cierre de la oficina consular (que él mismo había recomendado, creyendo que podría obtener un empleo de más rango en una nueva dependencia) lo dejó en la calle y, nuevamente, con deudas que, esta vez, lo llevaron a la cárcel en Calais en 1835. La mediación de sus amigos compatriotas logró su libertad.
Brummell murió en la pobreza a los 61 años, en el hospital del Buen Salvador en las afueras de Caen, en cuyo cementerio protestante fue enterrado.
Desde 2002 tiene una estatua en Jermyn Street, en una de las zonas de Londres más atentas a la moda.
Comments